Son muy variadas las razones por las que la opción
secesionista -utilizamos esa expresión para indicar una relación radicalmente
distinta con España, no exactamente la independencia- ha crecido significativamente
en Cataluña. Su origen podríamos cifrarlo en la derrota el 11 de Setiembre de
1714 -fecha que pasó a ser la Fiesta Nacional de Cataluña- ante las tropas del
rey borbón Felipe V (sí, no se extrañen, el antecesor del actual rey Felipe VI), y
con ella, una pérdida muy drástica del nivel de autogobierno con que contaba
Cataluña, y el regreso a una enorme dependencia de la política emanada de la
corte de Madrid, en particular de un rey, que a diferencia de su antecesor
Carlos II de la Casa de Austria, estaba imbuido de una concepción muy absoluta
y centralizada del poder, entre otras causas, muy arraigadas en la naturaleza
humana frente al ejercicio del poder, quisiera señalar una de carácter
familiar: Era nieto del rey de Francia Luis XIV que ha pasado a la historia por
una muy célebre -y demoledora- frase, anhelada por muchísimos gobernantes: “El
Estado soy yo”.
En el siglo pasado, la represión del régimen del general
Francisco Franco se cebó, entre otras facetas, en la persecución del idioma
catalán (y del vasco), clave de bóveda de cualquier cultura. La brutalidad de
la dictadura no pudo acabar -muy al contrario- con la vitalidad de esta lengua:
No existía un Gran Hermano que pudiera controlar su uso en cientos de
miles de hogares a lo largo y ancho de Cataluña. Con el inicio de la etapa
democrática, formalmente con la Constitución de 1978, Cataluña recupera, a
grandes rasgos, el nivel de autogobierno de la II República (1932-1936) con el
Estatuto de Autonomía. Ya en este siglo, las fuerzas políticas mayoritarias en
Cataluña aprueban un nuevo Estatuto que profundiza el reinstaurado. En el
Parlamento español es rebajado, pero finalmente se aprueba; sin embargo, el hoy
gobernante Partido Popular lo recurre ante el Tribunal Constitucional, que lo
recorta todavía más (sentencia STC 31-2010). El mensaje para el electorado
catalán no deja mucho margen de dudas: Dentro del marco constitucional, no hay
futuro para sus reivindicaciones, jamás violentas, siempre respetuosas de los
procedimientos democráticos. Finalmente, la crisis económica desatada a partir
de 2008, activa el debate sobre la desigual relación de intercambio económico
entre Cataluña y España, con un perenne desequilibrio entre la aportación
fiscal de la primera y el nivel de retorno en inversión de la segunda.
Por lo tanto, el caldo de cultivo del secesionismo
cuenta con hondas raíces históricas, hechas de sentimientos, frustraciones y
anhelos; y que se ha nutrido, más recientemente, por la doble crisis que vive
España: La del régimen político nacido tras la muerte de Franco, y la
económica: Fuerte endeudamiento público y privado, un sistema bancario en fase
de purga, y múltiples casos de corrupción, por señalar sus vectores más
alarmantes. En definitiva, se ha articulado en la sociedad catalana una densa
corriente política que procede de una amalgama de clases medias, profesionales,
pequeños empresarios, asalariados, educadores, intelectuales, etc.
Ante esta situación, que la única respuesta política del
Gobierno de Mariano Rajoy sea apelar a la Constitución, sacralizar una ley, sin
duda valiosa en muchos aspectos, pero lejísimos de poder calificarla de
inmutable, es muy insatisfactorio, y si bien ha servido para detener el
referéndum previsto por el Gobierno catalán (Generalitat) para el 9 de Noviembre (conmemoración de los
veinticinco años de la caída del Muro de
Berlín), no contendrá, al contrario, el impulso de un segmento
significativo del electorado catalán que quiere decidir, que quiere votar,
acerca de su vínculo con el Estado español.
El tiempo, dadas las circunstancias tanto históricas como
político-económicas que hemos reseñado, juega a favor de la secesión, si no por
la vía del referéndum (inconstitucional), será por la vía de unas elecciones
anticipadas (absolutamente apegadas a la Constitución) de carácter
plebiscitario, en las que cada partido deje muy en claro su postura sobre este
diferendo. El riesgo de ruptura, a mi juicio, será mayor en este escenario. En
una sociedad democrática, en el siglo XXI, no se puede esgrimir una ley como
muro, la fuerza de las ideas acaba derribándolo.