Van sucediéndose noticias
sobre el proceso secesionista que el Gobierno autonómico, y la mayoría
gubernamental en el Parlamento de Cataluña están impulsando, y que vivirá un
momento culminante con el anunciado referéndum de autodeterminación previsto
para el próximo 1 de octubre. Voy a resumir cómo se ha llegado hasta esta situación (en la carpeta política española pueden encontrarse algunas entradas con referencias sobre este conflicto):
Independientemente de las considerables cortapisas
legales para su celebración, la realidad política es que existe en Cataluña un
porcentaje nada desdeñable de votantes -muy probablemente no superior al 50%,
pero tampoco inferior al 40%- que quiere separarse de España.
El origen de las conflictivas
relaciones entre Cataluña y España hay que cifrarlo en la derrota del 11 de
Setiembre de 1714 -fecha que pasó a ser la Fiesta Nacional de Cataluña, Diada en catalán- ante las tropas del
rey borbón Felipe V (sí, no se extrañen, el antecesor del actual rey Felipe
VI), y con ella, una pérdida muy drástica del nivel de autogobierno con
que contaba Cataluña, y el regreso a una enorme dependencia de la política emanada
de la corte de Madrid, en particular de un rey, que a diferencia de su
antecesor Carlos II de la Casa de Austria, estaba imbuido de una concepción muy
absoluta y centralizada del poder, entre otras causas, muy arraigadas en la
naturaleza humana frente al ejercicio del poder, quisiera señalar una de
carácter familiar: Era nieto del rey de Francia Luis XIV que ha pasado a la
historia por una muy célebre -y demoledora- frase, anhelada por muchísimos
gobernantes: “El Estado soy yo”.
En el siglo pasado, la represión
del régimen del general Francisco Franco se cebó, entre otras facetas, en la
persecución del idioma catalán (y del vasco), clave de bóveda de cualquier
cultura. La brutalidad de la dictadura no pudo acabar -muy al contrario- con la
vitalidad de esta lengua y de su cultura: No existía un Gran Hermano que
pudiera controlar su uso en cientos de miles de hogares a lo largo y ancho de
Cataluña. Con el inicio de la etapa democrática, formalmente con la
Constitución de 1978, Cataluña recupera, a grandes rasgos, el nivel de
autogobierno de la II República (1932-1936) con el Estatuto de Autonomía. Ya en
este siglo, las fuerzas políticas mayoritarias en Cataluña aprueban en el 2006,
en el Parlamento de Cataluña, un nuevo Estatuto que profundiza el reinstaurado.
En las Cortes españolas es rebajado, pero finalmente se refrendado; sin
embargo, el hoy gobernante Partido Popular lo recurre ante el Tribunal
Constitucional, que lo recorta todavía más, tras tomarse un tiempo inaceptable:
Sentencia STC 31 de 2010.
El mensaje para el electorado
catalán no deja mucho margen de dudas: Dentro del marco constitucional, no hay
futuro para sus reivindicaciones, jamás violentas, siempre respetuosas de los
procedimientos democráticos. Finalmente, la crisis
económica que se precipita en 2008 ha agudizado las tensiones entre Cataluña y
España pues ha puesto en evidencia la gravedad del desequilibrio fiscal entre
ambos territorios: Cataluña genera unos ingresos fiscales claramente superiores
a las contrapartidas que recibe en servicios e infraestructuras. Un déficit
supuestamente solidario para contribuir a los desequilibrios económicos de las
diferentes Comunidades Autónomas que conforman España. Lo que sucede
lamentablemente, y creo que es inherente a la naturaleza humana -más allá de las
etiquetas nacionales- es que lo que se recibe sin esfuerzo se gasta también sin
esfuerzo, esto es, sin analizar debidamente la productividad del destino de
esos fondos. La dependencia no desaparece, al contrario, se crean redes
clientelares que aseguran fidelidades políticas; pero pocos avances en dotar a
las regiones más pobres de estructuras económicas más sólidas, de manera que la
solidaridad interterritorial no se convierta en un permanente y agotador
subsidio. Y Cataluña se siente fatigada, aún más en el contexto actual, como
decíamos, de graves desequilibrios fiscales tanto en España como
específicamente en Cataluña.
En definitiva, el caldo de cultivo del secesionismo cuenta con
hondas raíces históricas, hechas de sentimientos, frustraciones y anhelos; y
que se ha nutrido, más recientemente, por la doble crisis que vive España: La
del régimen político nacido tras la muerte de Franco, y la económica: Fuerte
endeudamiento público y privado, un sistema bancario en fase de purga, y
múltiples casos de corrupción, por señalar sus vectores más alarmantes. Así
pues, se ha articulado en la sociedad catalana una densa corriente política
pro-independentista que procede de una amalgama de clases medias,
profesionales, pequeños empresarios, asalariados, educadores e intelectuales.
Ante esta
situación, que la única respuesta política del Gobierno de Mariano Rajoy sea
apelar a la Constitución, sacralizar una ley, sin duda valiosa en muchos aspectos,
pero lejísimos de poder calificarla de inmutable, es muy insatisfactorio; una Constitución, por
lo demás, que ha envejecido rápido,
no en vano fue redactada a los dos años de la muerte de Franco, con todo el
aparato del Estado copado de franquistas y con los militares tutelando
cualquier decisión; esa norma no contendrá, al
contrario, el impulso de un segmento significativo del electorado catalán que
quiere decidir, que quiere votar, acerca de su vínculo con el Estado español. En una sociedad democrática, en el siglo XXI, no se
puede esgrimir una ley como muro, la fuerza de las ideas acabará derribándolo.