-Está de
película de terror, no recuerdo haber circulado por esta carretera en
condiciones así…
Pocos minutos
pasaron de mi comentario cuando, recién salidos de una curva muy cerrada, tuve
que frenar en seco –valga la paradójica expresión- sobre un pavimento anegado.
Por suerte, subíamos uno de los repechos más acusados de la tortuosa carretera
a San Anselmo, adonde nos dirigíamos para visitar al abuelo Serafín por su
octogésimo aniversario.
Quedamos a no
más de cinco metros de un derrumbe que atravesaba toda la calzada. En su parte
final, a nuestra izquierda, la tierra salpicada de piedras de mediano tamaño,
se elevaba algo más de un metro y se desparramaba, en dirección al pueblo, unos
quince.
Martina, mi
novia, palideció; ya hacía rato que venía callada, impresionada por el
escenario en una noche muy obscura, de diluvio, y con un viento que aullaba.
Por dicha, ya habíamos cenado, muy bien además; pero empezábamos a sentir sed,
seguro que por la mezcla, generosa para el paladar, de embutidos, quesos y
vino; para acabar con un anís gentileza de la casa. Abracé con ternura a
Martina, acaricié sus mejillas y asomó un atisbo de sonrisa en su carita que,
en aquel instante, parecía la de Caperucita
perdida en el bosque, temerosa de que el lobo feroz la acechara en cualquier
momento.
Después de unas
palabras que procuraban tranquilizarla, le dije:
-En lugar de
distraernos con la radio que nos irá gastando batería, te voy a contar una
historia del pueblo, de esas que parecen más obra de un literato que no reales.
Me la contó el abuelo, testigo cercano, pues era muy amigo del protagonista…
Martina asintió
más resignada que entusiasta. Y empecé: Mariano padecía de insomnio crónico y
acostumbraba a salir en las noches -sobre todo en verano, no como la de hoy- a
recorrer las colinas que circundan el pueblo. Regresaba ya amaneciendo y pasaba
por el bar de Moisés, que abría muy temprano para atender a no pocos
trabajadores de la mina de sal. Los veía fatigados y taciturnos, por lo que se
le ocurrió empezar a contar historias que supuestamente le habían ocurrido y
que, pensó, quizás los animarían.
Mariano tenía
sus dotes histriónicas y un buen bagaje de vocabulario, con lo que podía
alternar frases bien refinadas con vulgaridades. Las primeras provocaban un
cruce de miradas de perplejidad entre la audiencia, apenas alfabetizada; las
segundas, abiertas risotadas. Y es que, Mariano, sencillo y humilde, que sólo
había cursado unos años de escuela, era un ávido lector; como decimos en
catalán, en una expresión que me encanta, un lletraferit.
Serafín, que
también es un entusiasta lector, me dijo que había reconocido, en más de una
ocasión, que los relatos de Mariano estaban, digamos, inspirados en sus lecturas: Los personajes y algunas de sus
peripecias. No faltaban duendes, brujas, hadas, árboles parlantes, como en “El
Señor de los Anillos”…
-¿Recuerdas,
cariño? -interrogué a Martina, mirándola con detenimiento. Estaba logrando el
objetivo de entretenerla y apaciguar su desazón. Continué-: Y, por supuesto, no
podía faltar la estrella de los bosques encantados: El unicornio.
Martina
apostilló de inmediato:
-Siempre que
escucho la palabra unicornio, me viene a la mente “El unicornio azul”.
Y se puso a
canturrearla: “Mi unicornio azul ayer se me perdió, pastando lo dejé y
desapareció…”. Yo me sumé e improvisamos un dúo: “Cualquier información la voy
a pagar. Las flores que dejó no me han querido hablar…”. Nos reímos y nos
besamos. Un repentino instante de tierna complicidad.
Yo no dejaba de
sentir cierta aprensión, que no dejaba asomar
en lo más mínimo; pero, para mis adentros, en aquel momento pensé: Ahora
aparece Leatherface con su
motosierra…
-Sigue, sigue
Adrián, me encanta -me alentó Martina.
Sonreí con la
mayor convicción, apartando mi cavilación de pesadilla. Proseguí narrando:
Mariano lograba
cautivar a la audiencia, fuera por el misterio, por el humor, por el
atrevimiento decameroniano. En más de
una oportunidad, alguno de los asistentes no tenía más remedio que
interrumpirlo: “¡Ay, Mariano, acelera que nos tenemos de ir!”. Así lo hacía, y
raro que al acabar no se escucharan aplausos.
Una vez la
historia que contó atrapó singularmente la atención de los contertulios… y fue,
cariño, cuando contó - plagio total-
que había encontrado a un varón rampante,
con uve; no un aristócrata, para no confundir mucho a los oyentes. Mariano citó
frases casi textuales, y como que se identificaron con la filosofía de Cosimo; lo cual, si lo piensas Martina,
no es tan de extrañar. Yo creo que en comunidades como San Anselmo, una
sabiduría milenaria perdura, y les debió fascinar algo como –y ahí fui yo el
que cité casi literal- “quien quiere mirar bien las cosas de la tierra, debe
mantenerse a la distancia necesaria”…