Era un simple y ordinario día de mi odisea crónica. Seguimiento médico a los mismos síntomas atípicos que me han acechado desde que la memoria coronó mi muy subjetiva realidad.
Agobiado vi su semblante, ya nada más que hacer por
su parte. Sus sigilosas palabras retumban aún entre mis abrumados
tímpanos:
“Estás en un punto -indicó- que no sé si dejar el
caso como una irremediable alta de mejora o improcedente estabilidad clínica”.’
“No me deje sin el tratamiento por favor!” -supliqué.
“La remitiré con la más prestigiosa colega en el
campo, su hoja de vida es tan impecable como su hoja académica” -añadió.
Inicié muy distante, aparentando normalidad en mi
padecer, con más razón ahora, que tenía un nuevo, secreto y peculiar
aferro.
Ella sostenía su mirada, ninguna sabía el desenlace
que inefablemente se asomaba entre sus disfrazados gestos de cortesía.
Ella, sí ella, como la mejor en su ámbito logró ir
poco a poco deshilando cada frase evasiva, y completando las piezas del
rompecabezas a partir de mis simbolismos. Con cada símil que camuflaba mis
oscuras áreas, trataba de pergeñar su diagnóstico.
Percibía una ansiedad creciente por conocer qué
habría sustituido una de las dosis más complejas prescritas para un
padecimiento como el mío.
Por mi parte, descubrí casi sin pretenderlo que
ella había vaciado de contenido objetivo su estudio. ¡Claro!, entendí al poco
rato que la profesional quedó detenida en el abismo de una mujer que tuvo el
universo en sus manos, y sin el menor indicio simplemente ya no brilló jamás
para sí.
Advertí con sutileza sus ávidas curiosidades,
entrelazadas de interrogantes elaboradas y perspicaces preguntas de
rigor.
-Sí doctora, ¡así es! - fue mi respuesta
final. Me miró, con el típico nudo en la
garganta que las mujeres eventualmente pretendemos encubrir. Su mirada era
fuerte, pero el brillo de sus húmedos ojos tocó mi alma.
Me tentó decirle que todo era una mera invención de
mi perturbada mente, pero ella mejor que nadie sabía que ese hombre sí era
capaz de eso y más.
La invadió
la ira -entreví- y su única opción sí, su único consuelo, era trasladar ese
fuego que le calcinaba el alma, a quién inició el desastre de las cenizas que
ahora carga en su altar de vivencias.
Así pues, me encuentro aquí, luego de estabilizar
mi sensorial vecindario del viaje trasatlántico que me trajo a esta cita de las
9 am, en un barrio, uno de tantos, que hacen tan singular la milenaria
Barcelona.
Miro distraidamente el café que me acompaña,
después de tal vivencia, entre esas paredes blancas, víctima de la revancha en
que me hallo, pensando inexorablemente en su rostro trasfigurándose al saber el
nombre de él.
Él, al que por años sintió suyo, entendió así que
aunque lo inauguró en la pasión, estrenó su lecho, le removió su corazón, le
hizo partir lejos, lo impulsó a tomar decisiones que cambiaron nuevamente su
vida, le mostró nuevos amaneceres en las ciudades del amor, encendió su cuerpo
una y otra vez, cada vez que ella así lo quiso…mas no logró alejarlo de sus
circunstancias, y obtusamente albergó en su corazón una casi resignada
esperanza. Descubrió el relativo significado de 'sorpresa', solo que ahora
desde una inédita vista, como lo han vivido sus pacientes, y ninguno de sus
recursos profesionales -que antes prescribió- le sirvió a ella misma.
Entendí, no sin cierta estupefacción, que mi
primera doctora había logrado, a través de mí, su objetivo, una estratagema que
me dejó pensando en el tópico de que la realidad puede superar una muy buena
ficción.
Era solo mirarla y darse cuenta que moría en la
misma hoguera que ella construyó para su rival.
¿Cómo saberlo antes? Yo y mi orteguiana vida la
arrolló como un tren de alta velocidad.
Ella me llevó a mi habitación del pánico en su
medicinal estrategia, yo en cambio me salí y la dejé encerrada justo ahí. La
diferencia es que el paciente sabe que quiere salir, en cambio el tratante ha ingresado
tantas veces en esos recintos sin vulnerabilidad, que ahora no puede percibir
su encierro. Trampas de la mente, un juego que vio ganar desde tribuna, pero no
tiene idea de cómo se juega en el campo.
Continuo tomando mi café, intentando explicarme
cómo fui capaz de decirle que él, si él, el enigma sin resolver en sus
prestigiosas carreras era hoy mi alta. Ya les había complicado suficiente sus
vidas, para ahora, además, complicarles su profesión.
Corto el doble expreso, mientras puedo vislumbrarlas
tomar nota de cómo los tics que me atormentaban ahora reposan en su
privilegiado órgano viril, ese que recuerdan vívido, pues encendió sus cuerpos.
Documentando los momentos en que (humedeciendo mis labios) confidencié acerca
de cómo se disipaban mis pensamientos obsesivos en una sublime felatio in ore. Que recostarme entre sus piernas
era el más efectivo somnífero ingerido hasta la fecha. Que hasta el agua
acrecentaba su graduación Celsius cuando recorría su cuerpo en las terapéuticas
– y no menos regocijantes- duchas que tomamos juntos. Que le hice mío sin
contemplación a su rígida postura del decoro. Que conocimos el placer en todas
las poliexpresiones de éste, y que juntos cruzamos las fronteras del
pudor, un lugar sin límites de fondo y forma.
Y aquí a punto del último sorbo de mi café,
titubeo, al recordarlas temerosas de sus recuerdos de ese semidiós griego entre
sábanas de satén, temblando el pulso mientras sus voces se quebraban en la
disyuntiva de su mente (¿mujer-profesional?). Debería entonces saborearlo,
alzando esta fina tacita de corte tan europeo, pensando que nuestro amor superó
las primicias de una y las titularidades de otra, nuestros siglos desbordaron
los alcances del cálculo y la lógica, él es más mío que de él mismo, por eso
vive en mí y mi ser lo reconoce como su dueño.
Apurado el café y en disposición de irme con el
sobre cerrado, lo miro llegar, de lejos, cómo se acerca sin la mínima idea de
lo ocurrido. El paseo por su tierra natal le da un aire más galo que catalán,
pero hermoso como el profundo océano que salta de su mirada singular, y que me
pertenece.
Unos minutos han pasado, besos por doquier,
abundantes caricias y sonrisas llenas de fe y amor, mientras a lo lejos, tras
una ventana una fija mirada nos observa; de repente la secretaria del
consultorio le avisa a la doctora que la paciente que sale estable (enamorada)
dejó su parte médico. Ella susurra, sabiendo que el sobre en la mesa no es una
omisión: “No lo necesita está de ALTA”.
PD. Este es un relato basado en una serie de
eventos reales, vinculados a cuatro letras que fueron conocidas por dichas
profesionales, pero descubiertas en todo su significado, únicamente… por la
paciente.