Leo variedad de análisis de lo que ha sido el período presidencial de Donald Trump, con el aberrante colofón del asalto al Capitolio por una horda de incivilizados que ejemplifica la ideología de su líder.
Líder que pasa a ser un caso subrayable, por negativo, en mis clases sobre el trípode invisible: el sentido de misión, la cultura organizacional y el liderazgo.
Al recorrer las líneas de esos análisis, prácticamente unánimes en la mendacidad del sujeto (a no ser que se trate de autores parafascistas o neonazis), la inquietud más profunda e invariable no radica en el montón de sandeces dichas o en las decisiones mezquinas, miopes o presuntuosas que han caracterizado su mandato. No, la alarma, el desasosiego, la conmoción reside en cómo es posible que cuente con tantos seguidores, con tantos millones de votantes. ¿Qué clase de razonamiento conduce a valorar positivamente a ese personaje? Y en la nada descartable ausencia de razonamiento: ¿Qué emociones anidan en sus seguidores?
A la primera interrogante, mi respuesta oscila entre la ignorancia del seguidor o, por el contrario, en una visión estratégica- digamos que siniestra- de que se requiere alguna operación de limpieza (esta vez, seguro, no será de judíos)... A la segunda: un cóctel envenenado de frustración, resentimiento y envilecimiento...
Trump se ha retirado, dorado retiro en la Florida. El llamado trumpismo ahí está, no faltarán candidatos-aquí mismo en Costa Rica- que lo quieran encarnar con otros nombres y apellidos, que quieran erigir su carrera política anclándose en esos razonamientos (¿?) o/y en esas emociones...
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